Si la mayoría de los comentaristas admiten que Cristina de Urdangarin reconocen que es muy inteligente, y que supo sortear los escollos peores en su declaración ante el juez (ello al margen de su abrumador posicionamiento en el «no lo sé», «no me consta», y alguno otro similar).
¿Cómo es posible que esa misma persona no se enterase de los manejos de su marido, no sospechase nada de lo que firmaba, no se percatase de una oficina instalada en su propia casa, que se pagaba en negro al servicio que además eran «sin papeles»?
A la mayor parte de los ciudadanos no le cuela ese desfase entre la razón y el ensueño, pese a las flolkloricas (por ser las mismas de Isabel Pantoja) alegaciones de que el amor le cegaba la vista y la mente.
¿Lo verá así el juez Castro? ¿Podrá verlo?. Pese a que la Audiencia, con la desinteresada ayuda de la defensa, de la Abogacia del Estado y, especialmente del Fiscal Horrach, eche abajo el auto de apertura de juicio oral contra Cristina, la gente en general, elementalmente, pero con total raciocinio, no lo va a entender.